Corrompidos por un resplandor de ríos y de grandes
sorpresas hemos perdido para siempre la paciencia
de las familias.
Fuimos demasiado lejos. Libres y sin esperanza como
después del veneno y del amor
nuestra fuerza es ahora una garra de sol
los labios más infieles
y apenas nos reconocemos por esas extrañas costumbres
de tatuarnos el alma con la corriente.
El país es obstinado y anónimo. Con un solo lugar
con una sola palabra.
Vivir a esperar nada
a interrogar a besos
a noches bañadas en la sangre de las colinas y los errores
con esas mujeres opulentas y crueles que destellan en
su reino de humedades ardientes y funden en su
mirada el oro de las lágrimas y el relámpago de los astros
hechas de soledad y de inconstancia
invulnerables a la dicha
arrancadas de golpe a sus telas dementes
por los serafines de la fiesta y el tufo de los trenes.
Traficamos con plumas
con guijarros viento y frutas fanáticas que nos queman las manos
hay que poblar de fantasmas estos terrenos salvajes
¡oh tanto verano en acecho bajo el trapo negro de los años!
pero del fondo de la caleta
los exorcismos de la lejanía extraen del alma
un gran pájaro en llamas
el furor de estos días que despliegan sus velas
y nos lanzan desnudos a las avalanchas del corazón
a los ídolos al orgullo al ocio
al esplendor de tales desastres entre la algarabía de
seres y encuentros en los que cae como un incendio
la simiente de las antípodas.
Enrique Molina (1910-1997)
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